“Estimados lectores y/o visitantes, Cartagena de Indias no se responsabiliza de las vivencias, percepciones o experiencias que se viva en la ciudad. Realidad o ficción, ¿cuál es la diferencia?” sonríe temerario el gitano -imaginario quizá- que nos da la bienvenida tras atravesar los muros.
Son 11 kilómetros de murallas -erigidas entre 1614 y 1798- para resguardar las riquezas provenientes de Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia en tiempos de la colonia. En nuestros días nos moveremos entre esas callejuelas coloridas que encierran, Dolores y Suplicios, Carreteros y Agua, como los amores perdidos entre pórticos y balcones floridos.
Agustinos, jesuitas y dominicos marcaron la impronta religiosa que se dibuja en las cúpulas recortadas en el cielo y en las peregrinaciones de Jesús crucificado, vírgenes y santos traídos de la vieja España. La devoción con puntillas y velos, con ofrendas, promesas y esa cosa llamada fe, se vivencia cada día en derredor de los templos.
Por la calle de la Amargura -que da a la Plaza de la Aduana- donde se vendían esclavos, se encuentra la vieja Alcaldía, bastante austera -respecto a otras edificaciones- para haber apilado los tesoros del Nuevo Continente que partían con prisa hacia la Madre Patria enriquecida con el oro de esta sangre. Cuentan que más de 1.800.000 nativos de Guinea y otros países de África fueron comercializados allí.
En verdad poco queda de la primera ciudad que fundara Pedro de Heredia hacia 1533, es que por aquellos tiempos las casas eran de madera, barro y bambú y, claro el fuego era implacable con ellas. Incluso, el famoso pirata Francis Drake se encargó de transformar su amenaza en hecho consumado cuando pidió oro para no volver cenizas al caserío; recibió el botín pero no tuvo piedad; aún está la morada que habitó. En la Plaza de la Paz, frente al Portal de los Dulces, se eleva la Torre del reloj un punto a transitar a toda hora. Un paneo bajo las arcadas ofrece cocadas de verdad -deliciosas- como las de guayaba y de leche, todas en carritos vidriados, por si las moscas.
En tanto las mujeres -palenqueras- vociferan las recetas frescas y caseras con sus faldas largas de muchos colores, blusas de vuelos y esas sonrisas que dejan ver la blancura de sus dientes.
A poco, la calle de las Carretas, su denominación obedece a que allí había un carpintero que realizaba las “carretelas” que hoy se ven en todo el entramado urbano repletas de cocos o frutas, tiradas a fuerza de los vendedores. Luego los edificios modernos de la calle Venezuela son el error más altisonante de Cartagena, y el guía lo hace saber; el Parque del Centenario con sus stands de libros y más allá la pintoresca zona de Getsemaní. Aquí vivía la clase trabajadora siglos atrás, pero en la actualidad es la movida rumbera la que la habita. De hecho arranca cada noche entre sus límites con no menos de 100 bares y pubs para mover todo lo que se pueda. Un datito hermoso: Club Havana, es el imperdible pues refiere a un pedacito de Cuba entre tanto caribeño arrabal. Lograr una mesa o un puesto en la barra es casi imposible, el ron en todas sus medidas y variedades, acompaña al Son y a las letras de la trova.
Hacia el sur el Fuerte militar San Felipe de Barajas reina desde lo alto, las piedras parecen caldeadas al mediodía, hasta su gigante bandera amarilla, azul y roja, transpira mientras flamea. Desde lo más elevado se observa la división citadina: al frente luego de las lagunas de manglares, la ciudad amurallada, a su lado la moderna, que finaliza en Boca Grande con sus ostentosas cadenas hoteleras de cara al mar, y la más humilde, también en el sur, como un signo irrefrenable de este punto cardinal.
Las Bóvedas de la fortificación, poco protegen del calor pero lo hacen olvidar rápidamente porque entre lo que fueran celdas de oscuras prisiones hay escaparates con todo tipo de productos locales y foráneos, de esos que hacen distraer un rato al sopor, hasta regresar a la calle.
Los pasos de Gabo
Pasamos por el antiguo edificio del Universal, el periódico donde García Márquez publicó su primera nota. Allí también se nutrió de salvajes relatos de verdades que acaecían aquí o más allá, para más tarde dotarlas con su mágica pluma de lo “real maravilloso”, de aquello que alguna vez Alejo Carpentier tituló para dar un marco a la literatura desbordada del colombiano. Cerca de San Pedro Claver está el Museo de Arte Moderno, por ahí el escritor bebía ron casero e infructuosamente recorrió los bares buscando el arlequín que una noche de tragos Cecilia Porras pintó en una desvencijada puerta. Fue entonces cuando concluyó que las “puertas de Cartagena cambian de casa”.
No sé cuánta verdad hay en ello, lo que puedo afirmar es que los relatos de Gabriel bien pueden cambiar de locaciones, y todos, por qué no, transcurrir únicamente en Cartagena. Pues la ciudad amurallada es la cara de lo desmesurado, de lo mágico, real y maravilloso sin discusión alguna. Por tanto, pasé mi estadía buscando el pórtico que la madre de Santiago Nazar cerraría llevando a la muerte a su propio hijo. También busqué el correo al que el Coronel visitaba religiosamente ansiando su correspondencia, descansé en una hamaca bajo el sopor del Caribe y comí sancocho, no de gallo.
Más allá de mi imaginación, cierto es que la prodigiosa creación de García Márquez toma algunos escenarios de esta urbe, retrata a alguno de sus habitantes y eso es lo que persigue un recorrido peatonal con audioguía y mapa. Durante dos horas y media, 35 estaciones con citas cortas de la obra del Nobel con información histórica sobre la Heroica y datos de color. Así llegamos repitiendo caminos hacia el Parque de la Aduana, donde Florentino Ariza bailó toda la noche durante los carnavales según se sabe en El amor en los tiempos del cólera, el gran retrato urbano que nos llevará el día. A poco, la iglesia donde se casó Fermina destrozando el alma de quién más la amaba.
La audioguía pide que miremos un banco de la verde plaza Bolívar. Es en el que durmió Gabo la primera noche que llegó a Cartagena. No tenía un céntimo, incluso él mismo contó que lo llevaron preso, pero antes los policías le dieron de comer para más tarde encerrarlo en el calabozo a fin que no quedara a la intemperie. Enfrente se encuentra el Hotel Suiza donde vivía mientras trabajaba en el periódico local. Del otro lado el temible Palacio de la Inquisición; las casas coloniales con tejas en punta hacia las esquinas para atrapar brujas, porque nadie cree en ellas, pero en Cartagena todo aquello que no es, puede ser.
Cuentan que de esta zona Gabriel tomó al personaje del entrañable Melquíades, de Cien años de Soledad, de cuando los gitanos llegaban desde remotas tierras con sus raros productos a la gran ciudad o a Macondo.
Abaco, entre la calle de la Mantilla y la de la Iglesia, fue un reducto de lectura para el escritor. Ingresamos por un café con aire acondicionado por medio, para husmear la obra del colombiano que adoró esta ciudad. A la vuelta, La Paletería, una heladería que de colores y sabores lo tiene todo, aunque nada que ver con el autor.
Es sabido que la historia del famoso libro de los olvidables días del cólera se basa en el amor de los padres de Gabo, Gabriel Eulogio y Luisa Santiaga. La diferencia es que ellos sí se casaron y entonces, como el escritor señaló, dejaron de ser atractivos para el relato literario. También explicó en un reportaje que el amor de los ancianos lo tomó de una historia que leyó en un periódico sobre la muerte de dos estadounidenses de ochenta años de edad, que se reunían cada año en Acapulco hasta que un marino les quitó la vida volviéndolos noticia.
Por la avenida frente al océano y donde la muralla se hace petisa dejando ver desde los ventanales de la casa de Márquez el azul verdoso de las aguas, también se pasa, y el corazón se hace hilacha cuando nos enteramos que un día Gabriel le contó a Jaime que la fachada blanca del loro de bronce en la puerta, cerca del parque Fernández de Madrid, es la de Fermina.
El paseo discurre por la Plaza de Santa Teresa, donde se puede observar el sitio en que el escritor entrevistó a Luis Velasco, el marino militar que sería protagonista de Relato de un Náufrago y que es donde desde hace años tiene lugar el Festival Internacional de Cine. Uno de los sitios dilectos de los fanáticos del realismo mágico es la escuela a la que asistía Fermina Daza, la mujer que volvía loco de pasión a Florentino Ariza. Ahí está el Convento de Santa Clara, de oscuros jardines y secretas pasiones.
Y el camino señalado sigue por las páginas de numerosos libros. Entre tanto la Plaza de Santo Domingo desnuda a la Gertrudis de Botero en la puerta de la iglesia. La Catedral con hermoso campanario, se ve desde varias calles, dedicada a Santa Catalina de Alejandría, otro de esos tesoros desmesurados que la urbe pone ante los ojos.
Quizá un paseo en mateo antes del atardecer, cuando las luces de los faroles de las calles de las Damas, las del Estanco, de Aguardiente o la de los Estribos se encienden adelantándose a la luna. Los límites temporales se desdibujan; lo verdadero y lo fantástico se acoplan en esta Cartagena de Indias que da toda la razón a Gabriel García Márquez cuando señalaba que la imaginación no es sino un instrumento de la elaboración de la realidad.
Desde el tope de la muralla, el Café del Mar se roba la visual hacia adentro y afuera, una limonada o un ron, el calor no cesa, la lluvia quizá llegue y el ocaso entre tanto es extremo, imaginario, quizá real, ¿hay diferencia?.
Foto principal: Café del Mar