Piedra Pasillo es una lograda apuesta al golpe de efecto ubicada en el barrio porteño de Nuñez. Se trata de una vieja casona de principios de siglo XX, recuperada y reconvertida en restaurante donde, más allá del siglo que atesora esa construcción no hay guiños de nostalgia sino de modernidad: paredes partidas al medio, caños a la vista, ladrillos desnudos, un amplio patio atrás, un jardincito delante.
Cada detalle está pensado y diseñado sin escatimar recursos. Las mesas son de calidad, las sillas son cómodas, la iluminación es tenue sin exagerar, la vajilla y cubiertos están elegidos uno a uno. Desde un hueco en una pared se exhibe el trajín de la cocina, de donde salen los exigentes despachos. Es una casa y mantiene los distintos ambientes: en la recepción hay barra de cócteles y, al fondo, pasando el patio, prometen abrir pronto un bar propio en un primer piso por escalera.
Piedra Pasillo trabaja un puñado de cocineros jóvenes que sabe muy bien lo que quiere lograr. Ahí está Lucas Canga, de los mejores de su generación, que ganó experiencia en Alo’s bajo la exigente mirada de Alejandro Feraud. Lucas conoce de jornadas intensas sin perder en esa vorágine su obsesión por el detalle. Junto a él está Matías Senia, quien trabajó en España, en lugares de la talla de Mugaritz.
Entre ambos arman un menú que todavía están en fase de desarrollo, pero mostrando platos con firma propia combinando texturas, técnicas e ingredientes, coqueteando con lugares comunes pero sin caer en ellos. Ejemplo: en el menú inicial había un plato de mollejas que se convirtió en el más pedido de la carta; aun así, tras unas pocas semanas, lo cambiaron por una lengua encevichada. “Nos aburría hacer esa molleja, era demasiado obvia”, se excusa Lucas. A ellos dos se suma un tercer cocinero, Tomás Couriel, a cargo del salón: su responsabilidad es que todo funcione bien.
Ofrece pequeñas raciones para pedir al centro de la mesa y compartir con productos de estación. Lo mejor de la casa está ahí, en esas combinaciones que persiguen el sabor y la intensidad. Los precios son medidos ya que es posible comer desde unos $4500 con vino.
Es una carta breve, que exige ser renovada cada pocas semanas, algo que prometen hacer. El pan de masa madre sale caliente y generoso, de corteza perfecta y llega con una manteca saborizada con miel y avellanas adictiva ($700). La palta con huancaína de coco, mojo de almendras, cebollas y cilantro ($1200) es una buena muestra de la búsqueda de los cocineros: hierbas, tradiciones y permisos culinarios; lo mismo pasa con unas tiernas zanahorias cocinadas en kamado, que salen con crema de tofu, naranja, avellanas y gochugaru ($1200, es como un hummus mejorado).
Hay espárragos bien clásicos, cocinados a las brasas y acompañados de salsa gribiche (suerte de mayonesa francesa) y yema cruda curada en sal ($1400). La lengua ($1600) es uno de los puntos fuertes de este arranque: limpia, tierna, suave, llega con fideos de zuchini agridulces, leche de tigre y el contraste de una mermelada de jalapeños. Otro destacado son las croquetas de edamame ($1300) que vienen en una cazuela con un delicioso caldo de hongos de pino y láminas de champignones: es tan simple y es tan rico que no extrañaría que se convierta en un clásico inamovible de la carta.
A esto se suma un tartare de ciervo ($1700) escondido dentro de una galleta marinera, con una salsa de vitello tonatto (más recostada sobre las alcaparras que sobre el atún).
Piedra Pasillo es ya un éxito: cada noche, desde martes a sábados, el salón se llena y quedan comensales afuera. Los domingos a mediodía, por ahora, está apenas más tranquilo. Hay cócteles para el aperitivo y una carta de vinos de pequeñas bodegas que comienza en $2500 la botella.
Fuente: La Nación