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Escaparse a la Quebrada

Desde Purmamarca hasta Humahuaca el camino más visitado de Jujuy muestra por qué todos quieren recorrerlo.

Purmamarca abre el juego a la idiosincrasia quebradeña, de terrosas callejuelas cobijadas por cerros, de gente con voz suave, ojos grandes y pasos lentos, por esto de la altura quizá. O tal vez por la auténtica constitución de estos sujetos descendientes de los pueblos originarios del Altiplano, conquistados y vueltos a conquistar. Esos que asimilan lo nuevo sin dejar de regirse por la madre tierra, por la Pachamama quien señala no sólo el tiempo de cosecha y el de siembra, también los momentos de agradecer y de pedir, incluso más aún, el latir de los corazones poblanos pareciera estar aunado con la inmensidad que se extiende bajo el cielo prístino de la Quebrada. 

Y allí Purmamarca, de casas bajas de adobe, puertas y ventanas, una cada vez más nutrida oferta turística y una plaza con su multicolor mercado artesanal que la toma entera bajo el sol candente y el viento que tiñe de a ratos la vista de polvo. Escaparates atestados de tejidos, todos los tonos, todos los talles, todos los usos: gorros de mil formas, sweaters, carteras, morrales, muñecas, la mayoría tejidos industrializados provenientes de Bolivia, “ahora conviene traer de allá, antes era al revés”, nos cuentan.

Pero también las manos jujeñas muestran su arte, mujeres de vaya a saber cuántos años, no dan abasto, cruzan agujas y lana sin cesar, hacen crecer guantes y mantas, apenas levantan la vista de sus ovillos de lana natural, las de las ovejas y llamas que crían en la Puna y más abajo, que desde que en tiempos incaicos se pudieron domesticar, no dejan de abrigar a los de aquí y a los que eventualmente se detienen al costado del camino.

El recorrido llevará poco tiempo, los precios no varían de un puesto a otro, la mercadería casi es igual aunque siempre hay tesoros escondidos que sólo los ojos ávidos de desentrañar la cultura podrán encontrar. Las muñequitas de cuerpo de semillas y vestido de lana, uno de ellos, o las carteritas que una abuela teje con espinas de cardo, en forma cónica, con el dibujo típico de llamitas que se replican en tantos objetos.

Hacia uno de los lados la iglesia levantada en 1648, así lo indica el dintel de la puerta, de adobe y madera de cardón. Oscura en su interior y siempre fresca, relata la historia de su patrona, Santa Rosa de Lima, en la colección de pinturas de la Escuela Cusqueña del siglo XVIII. Junto a ella el algarrobo histórico, ése que vio descansar a Manuel Belgrano a sus pies cuando dirigía el Ejército del Norte en las luchas independentistas.

La calle que la enfrenta a la plaza es la que termina idílicamente en el cerro de los Siete Colores, la postal del pueblo y de su gente que sigue armando frasquitos con tierras que emulan la gama cromática del macizo. Otra vuelta a la plaza. Ollitas de barro crudo, pompones, cajitas de alpaca y un cabildo, de minúsculas arcadas, humilde como todo por aquí, con su bandera impoluta danzando con la brisa.

En la esquina noreste de la plaza, las tortillas de jamón y queso hechas en una minúscula parrilla ambulante es el snack necesario para observar el entorno.

De regreso a la Ruta 9, se encuentra el Paseo de Los Colorados con sus caprichosas puntas rojas, superpuestas, robustas, impactantes.  Este tramo corta 3 km el trayecto hacia Maimará. Desde arriba se ven los cultivos de frutas, hortalizas y flores que separan al poblado de su entorno siempre hostil y desértico a pesar del río Grande sobre el que se asienta toda la Quebrada. El cementerio recortado en una ladera no olvidada; la pequeña iglesia y una placita de juegos infantiles con otro diminuto cabildo, una farmacia de chiste, y el correo, cada espacio habla de este campo de estrellas, como llamaron los maimara.

A menos de 10 km por el eje de la 9, Tilcara le pelea a Humahuaca el centro neurálgico quebradeño. No pueden ingresar colectivos ni camiones a sus angostas calles de piedra, sí los autos livianos que hacen peripecias para pasar la cuadrícula y encontrar estacionamiento. Hostales, restaurantes, casas de artesanía jamás se separan de los orígenes de la ciudadela. Los sabores también cuentan de la idiosincrasia y en cualquier esquina hay menúes para el turismo.

Tras cualquier puerta un guiso de cordero, empanadas clásicas, de llama, charqui o de queso y quinoa, siempre con la salcita picante que levanta hasta los espíritus alicaídos. Es que la altura empieza a sentirse, son 2.461 m.s.n.m., por tanto las pastillas de ajo que bajan la presión a los hipertensos y las hojas de coca, no faltan en las carteras de las damas ni en los bolsillos de los caballeros.

Pasar unos días por aquí implicará caminar de ida y vuelta mil veces la calle principal sobre la que naciera este pueblo en 1.586; descubrir cada jornada un nuevo comedor, algún tapiz auténtico y el cielo más limpio. El Pucará -lugar fortificado en quechua- está atrás literalmente, a 2 km del pueblo. Las pircas dibujan estancias -piedra sobre piedra- que en algún tiempo tuvieron techo de paja con soportes de madera de cardón, una pirámide trunca en el punto más alto y la mejor vista de la zona.

Camino a Humahuaca hay una parada, la del monolito del trópico de capricornio. Por curiosidad o creencias esotéricas, esta ficticia línea es muy visitada. A un lado de la Ruta 9, a poco de la localidad de Huacalera está el monumento de piedra. Exactamente a 2.600 m.s.n.m, a 23º 27′ 3” Latitud Sur. El reloj solar quizá no diga nada hoy, pero cada 21-22 de diciembre -solsticio de verano- los rayos proyectan al medio día sobre la pared una sombra perpendicular. Allí también el 20 de junio se realiza la fiesta del Inti Raimy. Se despide la noche más larga del año y se recibe al sol con bailes, cantos y ofrendas a la Pacha.

Humahuaca a la vista

La fisonomía de calles terrosas y otras empedradas, de casonas petizas de torta de barro y los enormes faroles de luz amarilla que desde los frentes de las viviendas tornan en clara penumbra al poblado cada noche, dan la sensación de pisar un pueblo detenido en algún tiempo remoto, aunque con Wi Fi siempre pues de turismo se vive. Algunos habitantes hablan inglés pero los gringos no necesitan que dominen su idioma; igual todos se entienden. El aire es lento, la vida relajada.

Entonces quizá espere 30 minutos por las humitas humeantes o el cabrito asado y otros tantos por el postre, pero no dude que la cortesía es inmediata como las sonrisas y las manos que se tienden para recibir al que llega.

La mañana se abre bulliciosa a casi 3.000 m.s.n.m. Un mercado de frutas y verduras en lo que fuera la estación del tren y sus vías; también ropa y elementos de uso cotidiano que llegan de Bolivia. Entonces se mezclan los maíces secos de colores con las camperas North Face y los ungüentos para el resfrío; habas secas -aquí se las come todo el año-, calzas animal print, jugo de naranja y ollitas para los tamales.

Enfrente, ya en el poblado, los artesanos y vendedores ambulantes toman la calle del Monumento al Indio que, en verdad, está dedicado a los Héroes de la Independencia refiriendo a las batallas libradas entre los gauchos y los omaguacas contra los realistas.Otra vez los tejidos y otra vez las tejedoras de manos cautas, espíritus fuertes y pocos dientes.

La plaza con su cabildo, a pasos. De allí sale cada mediodía la imagen de San Francisco Solano tallada en madera para bendecir a los que esperan. En dos minutos el santo levanta la mano derecha indicando el camino al cielo, dicen.

Luego la baja señalando la obediencia a la doctrina terrenal para más tarde elevar la cruz y dar su bendición. Los turistas se apresuran a tomar las fotos y se trasladan rápidamente a la iglesia de adobe de 1.631 situada a pocos metros ya que sólo se abre unos minutos al día. El altar de cardón y láminas de oro de 24 quilates amparan a la Virgen de la Candelaria.

Hay 12 cuadros de Marcos Zapaca de la escuela cusqueña entre los anchos muros -1,25- de tierra y paja. En ellos los representantes del antiguo testamento con la mirada ingenua de hacerlos vestir como los españoles del siglo XVI y tener papel y pluma para labrar las Santas Escrituras. El Cristo yacente es otra reliquia del siglo XVII, trabajado en caña hueca y cuero para dar vida a las articulaciones ya que cada semana santa se lo vuelve a crucificar ante el altar.

Afuera una niña lleva su pequeña llama a la plaza para que los turistas se saquen fotos a cambio de unas monedas. Los otros pequeños ofrecen cantar o recitar coplas. Una anciana sigue tejiendo un gorrito bajo el ala de su sombrero chato, cubierta con un poncho de lana gruesa a pesar del sol. “No te olvides amigo que vino del cerro donde hay mucho frío, donde el viento helado rajó sus manos y partió sus callos” recordamos. Es otro día en la Quebrada.