Se sabe que no hace falta saber de vinos para poder disfrutar una copa. Sin embargo, conocer amplía los horizontes, impulsando más allá los límites del placer.
Particularmente, no me preocupa lo que pueda llegar a saber de vinos, sino lo que puedo aprender. Por eso siempre estoy atento a las novedades y me despierta gran interés y curiosidad degustar una botella de vino, aunque sea de un vino que ya conozco. Porque cada botella es un mundo en sí misma, ya que el vino es solo una parte de la película. Para algunos la introducción, para otros el nudo o el desenlace, pero nunca es el todo. Porque además están el ambiente, el estado de ánimo, la compañía y la comida, más allá de las copas y la temperatura de servicio. Es decir que, en la apreciación de un vino influyen muchas variables que confluyen en un momento determinado. Esa es la razón por la que no se puede decir “no me gusta tal o cual vino”, simplemente porque hay que degustar muchos de ese vino para poder llegar a una determinación tan categórica en algo que es infinitamente placentero. Por eso, suelo decir que a mí me gustan todos los vinos, algunos más que otros. Y con esa postura me paro frente a mi próxima copa, sin importar de quién o de dónde venga.
Desde siempre está la creencia que ver la etiqueta condiciona al degustador, y es por ello que en los concursos de vinos de degustan los vinos a ciegas, sin conocer qué vinos se está evaluando, más allá de algún dato puntual. Está claro que más que evitar influencias de los degustadores, la idea es que nadie “haga trampas”. Pero degustando a ciegas también “se sufren” influencias, porque los últimos suelen ser mejor considerados que los primeros. Pero acá la idea no es polemizar de cómo hay que degustar un vino, sino de cómo cambia la percepción del mismo cuantos más datos de conocen del mismo.
Apreciar un vino no solo requiere de los gustos básicos, sino que, en su apreciación sensorial, el cerebro juega un rol fundamental. Dejando el estado de ánimo de cada uno y las ganas que se tenga de apreciar un vino en plenitud (la predisposición; que es mucho más importante que el conocimiento), al degustar un vino a ciegas, solo se lo puede analizar por las sensaciones directas que causa el vino. Aspecto, aromas y boca, y sacar una conclusión al respecto. Claro, muchos de esos, una copa al lado de la otra, se hace fácil determinar las calidades por comparación. Pero la idea es que cada vino tenga las mismas oportunidades, que sean “el primero” en ser degustados. Por otra parte, el paladar se va cansando y, por lo tanto, termina siendo (sin querer) menos justo. Y así se determinan las medallas en los concursos y muchos puntajes. Sin embargo, saber potencia todas esas sensaciones. Porque más allá de entender el carácter de un lugar, también se puede evaluar la intención del hacedor. Solo porque se sabe de qué vino se trata. Y ahí ir más allá de cuan bien está logrado el vino. Porque para muchos un vino puede no ser tanto de su agrado, pero si refleja 100% lo que quiso hacer el hacedor, entonces pasa a ser un vino muy bien logrado. Esto no quiere decir que todos los lugares vitícolas sean igual de especiales, ni que todas las personas tengan la misma capacidad de interpretar el lugar. Entendiendo por interpretación también la disponibilidad de recursos, más allá de la visión e imaginación del winemaker.
Por lo tanto, es mucho más disfrutable un vino sabiendo de qué se trata sin saberlo. Pero quiero ir más allá, sabiendo que no todos pueden hablar e interactuar con los hacedores. Después de degustar tantos vinos puedo concluir que lo más importante no es la calidad, ya que ha dejado de ser un valor agregado para convertirse en un atributo obligatorio de todo vino que se precie de bueno. Y, además, está calidad es muy limitada y no alcanza para mediar las intenciones e interpretaciones de los lugares de las personas. También es complicado otorgarles calificación a estos atributos, porque, así como la originalidad no es sinónimo de calidad, que alguien haga vinos en un lugar remoto no significa (a priori) que sean mejores que los vinos elaborados en lugares tradicionales. Pero cuando el concepto está bien definido, y todo lo que se realiza está en línea con ello, los vinos los demuestran. A veces con su presente y otras con su potencial. Y estoy seguro que el cerebro trabaja muy diferente al descifrar cada trago de un vino al que se lo conoce y que, por tal motivo, genera recuerdos y “otras sensaciones”. Esto explica también que los vinos se disfruten más en sus lugares de origen y ni hablar escuchando a los hacedores.
En definitiva, ¿por qué decimos que conocer potencia el placer de cada trago? Porque al cerebro le llega mucha más información que solo por ojos, nariz y boca. Pensamientos, recuerdos e imágenes que permiten, interactuando con las sensaciones organolépticas, sentir muchas más cosas al beber un vino. Y eso, sin dudas, es mayor placer.