Que el vino nace en el viñedo debe ser una de las frases más trilladas de la enología moderna. Sin embargo, recién ahora esa máxima se puede percibir en las copas de algunos vinos argentinos (cada vez en más). Hasta hace poco el ingeniero agrónomo se encargaba de entregar uvas y el enólogo las atajaba en la bodega para transformarlas en vinos, de acuerdo a las exigencias comerciales de la casa. Pero la competitividad exigió un cambio de mentalidad. Y el único aspecto diferencial en un vino es el viñedo, porque todo lo demás se puede copiar. Las variedades, los momentos de cosecha, los métodos de elaboración, las barricas, los enólogos consultores; todo, menos el suelo donde vive la viña. Por eso los agrónomos tomaron protagonismo, ya sea haciendo vinos directamente o interactuando a la par del enólogo. Al tiempo que este salió a caminar la viña. Hoy, sostienen todos, el vino se hace en el viñedo. Se piensa en función de las necesidades y se elige el lugar, la conducción, el rendimiento, el riego. Todo para lograr la mejor uva en pos del vino deseado. Y luego en bodega intervenir lo menos posible. Hay que respetar el entorno, repiten a coro. Para ello se usan las levaduras nativas del viñedo y cada vez menos las seleccionadas, que también son naturales pero ajenas al entorno. Tampoco se limpian los suelos, sino que se dejan las malezas naturales y los bichitos ya no se combaten. A lo sumo se buscan alternativas orgánicas para respetar ese ecosistema que es único, y que en definitiva si se logra embotellar, dará un vino sin igual. Así, el manejo de la uva siempre es por gravedad y las fermentaciones serán lo menos invasivas posibles. Hoy se ven más vasijas de hormigón en diferentes formas (piletas, ánforas, huevos, etc.) que tanques de acero inoxidable, por ser recipientes más nobles. Y el roble no es que va a desaparecer, pero si perdió protagonismo, ya que los gustos a madera en un vino ya no están de moda.
Hoy la búsqueda no es por el vino perfecto sino de vinos con personalidad, capaces de reflejar un paisaje, siempre interpretado por el hombre. Porque el vino nace y se hace en el viñedo.
Y si bien las comparaciones son odiosas, muchas veces sirven para entender mejor de qué se trata. Se habla mucho del Viejo y del Nuevo Mundo en torno al vino, ya que son bastante antagónicos entre sí, más allá de estar relacionados muy estrechamente. El primero refiere a los vinos elaborados en los países tradicionales de Europa (Francia, Italia, España, etc.). Allí los vinos se conocen por el origen y no importa de qué variedad están hechos. Champagne, Chianti, Borgoña y Rioja son algunos de los más famosos. Todos son regulados por Denominación de Origen, una legislación privada que dictamina áreas, cepajes, rendimientos, crianzas y estibas, en pos de potenciar las ventajas diferenciales de cada sitio. La historia y la consistencia hicieron de estos, los vinos más prestigiosos del mundo. En cambio, los del Nuevo Mundo (Argentina, Estados Unidos, Australia, Chile, etc.) no están regulados y las variedades tienen mucha importancia. Hay total libertad para crear, y solo falta historia para alcanzar tanto prestigio. Sin embargo, aquí, los mejores vinos se elaboran a la vieja usanza; exponentes a partir de un solo viñedo con características únicas. Es por ello que el concepto de Denominación de Origen vuelve a estar en el centro de la escena vínica. Mientras en el Viejo Mundo sigue siendo la legislación más respetada, y la que regula la calidad de los vinos en función a sus terruños de origen, acá nunca despegó. Hubo tres o cuatro, pero no trascendieron porque los bodegueros lo veían más como una limitante que como una forma de proteger la calidad. Y sólo se quedaron en el amague marketinero de emular a las mejores zonas europeas. Pero hoy, el lugar donde nace el vino se ha convertido en su atributo más diferencial, y por ende en un valor agregado. Una legislación impulsada en forma privada por las bodegas está dando vida a diferentes I.G. (Indicaciones Geográficas), como las de Paraje Altamira, Gualtallary, El Peral y El Cepillo, por solo nombrar algunas del Valle de Uco; donde este concepto revivió. A su vez, la DOC Luján de Cuyo, se relanzó cuando cumplió 30 años, con más fuerza y nuevos vinos que se van sumando para fortalecerla. Está claro que siempre en una DO o IG el primer objetivo es delimitar bien un área en función al carácter distintivo de sus suelos; seguros que esto les transfiere una personalidad definida a los vinos del lugar, más allá del estilo o interpretación del hacedor. Ni mejores ni peores, simplemente diferentes, porque sólo a partir de esa identidad lograda desde el suelo, se pueden crear grandes vinos.