Hace pocos días estuve en Neuquén, y si bien no fue mi primera vez a esa provincia; que desde hace casi 25 años irrumpió en el mapa vitivinícola nacional; sí fue mi primera vez en Mabellini Wines, a quienes no conocía, ni sabía de su existencia. Mala mía, aunque (gracias a Dios) es imposible conocer todos los vinos y (por suerte) tengo muchos vinos por conocer aún en la Argentina; eso me parece fascinante.
Pero realmente quedé impactado, no por una cuestión de vinos, tampoco de terroir, sino por todo lo que vi y viví. La Argentina está llena de regiones vitícolas, más o menos desarrolladas, con mayor o menor potencial. Y si bien está claro que no todos los lugares son lugares de 100 puntos, la diversidad que aportan hace a la grandeza y el carácter del vino argentino. Hay cientos de hacedores con convicciones de lugar que pretenden llevar el vino a otro nivel, más allá del comercial. Que no piensan en lo que esperan los consumidores sino en lo mejor que pueden hacer con lo que tienen en su viñedo. Y eso, acompañado de calidad, posibilita vinos únicos y de lugar que seguramente tienen lugar en el mundo, solo es cuestión de encontrar el mercado.
Lo más impactante de esta pequeña y nueva bodega familiar es el todo. Porque Carlos y Lorena (los propietarios) son patagónicos de pura cepa, y de familias muy ligadas a la región. Una con campos desde Bariloche hasta San Martín de los Andes, y la otra más ligada a las chacras. Recuerden que, así como en Mendoza se les dice fincas a los viñedos, en el Alto Valle se le dicen chacras.
El lugar es único en el mundo, como muchos otros en la Argentina. Pero Mabellini Wines se destaca por muchas razones. En primer lugar, porque queda a sólo 20 minutos del aeropuerto de Neuquén, es decir que es la única bodega urbana de Patagonia. Las demás están en San Patricio del Chañar o en el Alta Valle de Río Negro, a mínimo una hora más de viaje. Ahí, la ciudad también les ganó a las chacras, como sucedió en la Primera Zona mendocina con las fincas. Y de las 400 hectáreas que solían estar plantadas con frutales, hoy solo quedan 30, de las cuales hay solo 5 plantadas con viñedos, y son de ellos. ¿Dónde es? Antes de cruzar el puente que une Neuquén con Cipolletti (Río Negro), se dobla a la derecha, y ahí nomas está la chacra. Sí, salís de la ciudad y pasas al campo en un minuto. El lugar se llama La Confluencia por la unión de los ríos Limay y Neuquén, para formar el Río Negro. Allí, Carlos y Lorena tienen una chacra, que parece más una casa quinta con un jardín de viñas, rodeadas de pasto, álamos, rosas y tulipanes, todo muy colorido y súper verde, bien diferente al paisaje desértico de Mendoza.
Pero no solo están solos en un lugar atractivo y accesible, sino que también tiene características de buen terroir, según el ingeniero agrónomo Marcelo Casazza que asesora al matrimonio desde sus inicios en 2018. En la chacra tienen dos cuarteles, uno en el bajo donde era el antiguo lecho del río, con suelos aluvionales y altos componentes de calcáreo. Ahí plantaron Cabernet Franc, que sale con un carácter distintivo. Por su parte, en el cuartel más alto los suelos más compactos y arcillosos. Además, tienen 25 hectáreas en Mainqué, en la misma zona que Noemia, Chacra y Miras, entre otros.
Y si bien Carlos no quería plantar Malbec, lo convencieron y hoy el representa el 50% de sus viñedos, pero también tiene Pinot Noir, Chardonnay, Cabernet Franc y Merlot, entre otras. El ingeniero agrónomo local Atilio Caberzan hace buena dupla junto a Marcelo Casazza porque él es experto en frutales (aunque nuevo en vitivinicultura) y conoce el lugar como la palma de su mano, mientras Marcelo aporta su expertise y visión, ya que asesora en diversas regiones de la Argentina y en otros países.
Al equipo lo completa la enóloga residente Valeria López; es decir que son todos patagónicos. La bodega es chica, pero modelo. Totalmente equipada con tanques de inox chicos, huevos de cemento de 500 litros, un ánfora y muchas barricas de 225 y 500 litros y un par de toneles grandes, entre otros recipientes. Esto es para tener componentes, muchas veces a base de la misma uva, ya que un método de elaboración diferente le aporta cosas diferentes al vino. Esto además les permite aprender mejor de cada lugar, al cual ya fue Guillermo Corona a realizar sus famosas calicatas que tanto aportan.
La primera cosecha (2021) fueron 6000 botellas, luego 20.000 (2022) y con helada incluida (2023), en la siguiente llegaron a 30.000. Y si bien la capacidad de la bodega son 150 mil, Carlos quiere llegar a hacer 100.000 botellas al año.
Está claro que allí los vinos no necesitan ser categorizados por niveles de calidad sino por carácter de lugar, porque los lugares mandan. Por eso, no hacen el vino pensando en los demás sino en ellos, en lo que les gusta y mejor los represente y refleje su lugar. Esto, lejos de ser egoísmo se llama convicción. Claro que deberán ir en busca de consumidores que los elijan. A grandes rasgos se puede decir que La Confluencia da vinos más frescos y tensos, mientras que los de Mainqué tienen más fruta y concentración.
Sin duda, uno de los aspectos más salientes de Mabellini Wines, más allá del lugar y los vinos, son las personas. Carlos es un gran consumidor y coleccionista, con una cava personal de 15.000 botellas. Carlos y Lorena saben que tienen algo especial y único en La Confluencia, no solo por el carácter de los vinos sino porque están solos y así será para siempre allí. Si a eso se le suma la cercanía a la ciudad, se puede entender por qué están tan entusiasmados con abrir al turismo y convertir su quincho familiar en un gran restaurante de bodega.
Estoy seguro que estos vinos tienen el éxito asegurado, porque todo está muy bien concebido, pero más por las ganas que tienen de llevar su mensaje de lugar y el nombre de La Confluencia al mundo. Así, Mabellini Wines se convertirá en otra pequeña bodega consagrada de Patagonia como ya lo son Noemia, Chacra y Miras; todas enfocadas en el lugar.