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Los claveles de la Virgen y los malvones de Granada

Un viaje hacia los recuerdos y hacia la mágica ciudad de moros y cristianos.

Varas largas y altas de flores en macetas y en tarros que alguna vez contuvieron aceite o dulce, el recipiente de sus ofrendas. Todas dispuestas en hileras, con la distancia justa entre ellas para permitir el minucioso riego. Para mí eran pasillos mágicos de mil colores. 

Uno de los tantos días que me encontraba en el patio corriendo con los brazos abiertos y alcanzando con la punta de los dedos las flores, me frenó su voz. No sé si fue un reto o quizá una advertencia severa, más bien una amenaza cuando sostuve entre mis manos un puñado de pétalos ondulados mientras me asomaba entre las hojas para verla. Estaba parada en el escalón que daba ingreso a la cocina, “Los claveles no se tocan, son de la Virgen”, sentenció. Desde ese momento los claveles en mi mente son cosa seria, no se tocan, y si es posible, no se miran. 

La abuela vieja, así la bauticé cuando aprendí a hablar, porque ya tenía mis dos abuelas y esta anciana a la que todos le decían abuela, naturalmente pasó a ser la abuela vieja, título que le pertenecería hasta su final. Era la madre de la madre de mi padre. Una mujer pequeña, de cabello cano, anteojos negros y ojos grises. Le faltaban algunos dientes lo que le daba una apariencia de cuento más aún porque siempre iba acompañada de su bastón. Jamás supe su edad. Vestía ‘batones’ de florecitas negras y blancas, por las cosas de la viudez y los lutos eternos. Usaba un delantal con bolsillo para los pañuelos, en él limpiaba sus arrugadas y venosas manos tras cada tarea. Sentía su voz en un murmuro todo el tiempo, rezaba a cada hora del día, y mucho más durante la noche antes de dormir. También solía hacer que repitiera sus oraciones. Sus lecciones eran simples, sobre la Virgen y los santos, y las reiteraciones que venían cuando ella lo indicaba, la hora del rosario. A mis tres años nada entendía de todo aquello, que en gran medida merecía todo mi respeto, por no decir, miedo. Por eso cuando me contó que todos sus claveles eran destinados a la Virgen, como un regalo, me aseguré de no tropezar con ninguna de esas macetas. 

En su patio habían ‘conejitos’ de color lila, fuccia, blancos y las alegres ‘panchitas’ amarillas, rosales esbeltos, y una pared llovida de jazmines del aire, esos ramitos si los podía cortar y los llevaba a la casa de la abuela Gordita, en la que aún vivían mis tres tíos. 

Mientras mi abuela cocinaba, en grandes cantidades, con su dulce rostro y un pitillo en la boca, la abuela vieja se sentaba junto a un aparador. Desde ahí veía pasar los días, los problemas de la casa y las chicas de hockey que venían a cambiarse. “Son todas putas”, decía murmurando, las falditas tableadas super cortas la horrorizaban, tanto como que las muy putas se vestían en la habitación de los muchachos, y que después todos se fueran a la canchita, vaya a saber a qué. Pobre mujer, sufría ante tanto ‘pecado’ moderno.

Cada tanto volvía al patio de mil flores, si ya estaban regadas, me tocaba un yerbiado con leche, horrible como pocas cosas, tazón que bebíamos mientras ella mojaba su pan. Me distraía mirar las estampitas y una estatuilla de la Virgen, dueña de todos los claveles. Había otra, una que vestía de negro, Santa Rita, ella también tenía sus flores en una tacita. Pero yo había escuchado a la tía Ema decir que la santa era vengativa, algo así como que si no hacías lo que le habías prometido te pasaba algo malo. No  me caía en gracia.

Algunas noches dormía con la abuela vieja en una habitación tan oscura que hasta las tinieblas hubiesen escapado, ella encendía un velador de un foco, y rezaba hasta dormirse, yo balbuceaba los avemarías como podía. En esa penumbra me contaba de Granada, de su Andalucía, de los malvones que adornaban el patio de su casa y de las otras, y enseguida recitaba alguna canción o un poema de su tierra. Esas historias llegaban tarde, quisiera recordarlas, pero el sueño me vencía. Si algo quedó grabado en mi mente fue que los malvones solo son de Granada, es allí donde viven para teñir de rojo cada casa, para encender los amores blancos y las primavera de rosa y, claro, los recuerdos de la abuela vieja. Fue curioso cuando me enteré mucho tiempo después que ella nació en un barco de inmigrantes, a la altura de Brasil; no conoció Granada… Sin embargo, a Dios gracia y a la Virgen Santa la sangre andaluza no conoció de geografía, de fronteras o de viajes hacia nuevas oportunidades, y la sangre tira, dicen.

La abuela vieja murió un día de Navidad, el hecho tangible que nunca más la veríamos caminar con su bastón entre las macetas de flores ajenas. 

Hace algunos años fui a Granada, fue sorprendente lo que mi mente había atesorado, reviví sus relatos y saludé cada patio por ella, me emocioné ante cada malvón. Comí rabo de toro, todos los pimientillos, habas con jamón, tortilla de Sacramente, con abejas, chorizos y morrones, visité la iglesia, fui a una cueva de flamenco  y cayeron lágrimas por versos jamás oídos, pero muy cercanos. Vi a una vendedora de flores con canastos de claveles. Los observé, los reconocí. Siempre tuve la certeza que los claveles son de la Virgen de mi abuela vieja y los malvones, de Graná. 

¿Qué visitar en Granada?

Sobre la puerta de entrada a la iglesia, se arma cada septiembre una ofrenda de claveles blancos con un corazón de los rojos, atravesado por siete puñales y a los dos lados, derecha e izquierda, la granada, símbolo de la ciudad también en color blanco. El aroma preponderante es el de los nardos, las rosas, obviamente los claveles y gladiolos, porque todos los devotos arriman ramos a su patrona. Los fieles repiten las ofrendas en cada festividad, que por suerte hay muchas, en diversos templos y poblados, por tanto los claveles de la Virgen se pueden ver todo el año, más que en el patio de la abuela vieja.

La Alhambra con los Palacios Nazaríes, son el mayor atractivo de Granada, es preciso hacer una visita guiada para comprender la impronta que le imprimió a la cultura andaluza la presencia árabe en largos siglos. Tras la recuperación de la región por parte de los Reyes Católicos hacia 1492, se marca en la urbe el poder español que puede observarse en la Catedral y la Capilla Real, así como en decenas de iglesias y conventos.

Más allá de las monumentales edificaciones anteriores, la idiosincracia se percibe en los barrios, como el Albaicin. Imaginen que la dinastía zirí instaló su corte allí en el siglo XI, incluso antes que se pensara en la Alhambra. Por tanto en la colina y lejos de la medina, se erigieron las casas típicas del medievo que hoy dan el talante del transcurrir de las centurias entre musulmanes y católicos, la gracia que lo ha llevado a ser Patrimonio De la Humanidad declarado por UNESCO. Aljibes, portales moriscos, alfombras, y siempre malvones. Un vino con algunas tapas de berenjenas asadas, hojas de parras con arroz y frutos secos, jamón del bueno y morcilla, en uno de los patios floridos, el recreo. Desde los miradores como el de San Nicolás o el de San Cristóbal, impactantes vistas panorámicas y el tararear de las coplas.

La Carrera del Darro es tan pintoresca que hay que recorrerla con las luces del día y cuando el sol se esconde. Desde la Plaza Nueva hasta el Paseo de los Tristes, a los pies de la Alhambra y el Albaicín, junto al río Darro, se disfruta de las escenas auténticas que abraza la ciudad. Un trago en la parte bohemia en las terrazas de los Tristes, quedará sellado a sangre, como los cuentos de pasadizos secretos y túneles agónicos hacia la fortificación. Al paseo lo acompaña la voz de Federico García Lorca cuando escribió sobre su morada: “Nuestra casa tenía un portal amplio. A la entrada estaba el patio con su pilar y sus columnas de granito (…). Al frente estaba la cancela del jardín, una gran reja volada. A la entrada, a la derecha, había una sala baja que se usaba para guardar las alfombras en verano (…). A la derecha estaba la escalera por la que se subía al primer piso”.

También desde Carrera del Darro se llega a la calle Elvira, de taperías y bodegones añejos: A poco, entre callecitas encantadoras de aroma a menta y canela, tiene lugar la barriada de las teterías, con una parada obligada en la calle de la Calderería. Al final, la Puerta de Elvira, antigua entrada a la ciudad. 

Otro de los sitios en los que es bueno gastar horas es en el Barrio de Sacromonte. Se accede por la Cuesta del Chapiz hasta la escultura del famoso gitano Chorrojumo. Casas blancas de cal, como esculpidas en la montaña con macetas de todos los tamaños de verdes perennes. Las cuevas, el flamenco, la sal de esta tierra en un entramado mágico. 

Para otro día, el Monasterio de la Cartuja, las faldas de Sierra Nevada, los pueblos blancos que recuerdan mucho a la arquitectura bereber. La Alpujarra es visita recomendada en cualquier época del año, pero más para la festividad de la Castaña -el 1 de noviembre- cuando vecinos y foráneos se reúnen en la plaza en torno a la ‘mauraca’, una fogata en la que se asan las castañas que se comen acompañadas de un trago de anís. Y con esos aromas particulares, Granada se perpetúa, en relatos, en sangre y en malvones.