Poco antes que el sol haga su desaparición programada, Jamaa el Fna cobra vida. La gente sale de los cientos de pasillos y pasadizos que la comunican con los socos primero para respirar, luego para ser parte de un espectáculo sensorial sin precedentes, en el que la magnitud de la intervención desdibuja los papeles entre actores, dire
ctores, coreógrafos, músicos o público, Todos somos parte del show.
Caminamos hacia el centro de la explanada creyendo que ahí estará el escenario, tratamos de buscarlo. El gran error: pronto no hay derecha ni izquierda y mucho menos puntos cardinales; les aseguro que el reloj deja de marcar las horas; el tiempo y el espacio quedaron en la retaguardia, tras las murallas. Por la vital necesidad de sentir que no estamos soñando, caminamos de la mano o tomados del brazo, o en trencito para no perdernos en la multitud. Gritos despavoridos nos hacen girar, y como señalado por un reflector imaginario vemos en un semicírculo personas amuchadas, cada tanto alguna sale despedida trastabillando con sus propios pies. Son los encantadores de serpientes que se mezclan entre los foráneos haciendo sonar la pungí y bailar a la serpiente que sale del canasto con la sensualidad más descarada al son del instrumento. Pronto un turista, se ve a sí mismo rodeado por otra víbora -de color amarillo casi fluo- que se enrosca en sus hombros, los alaridos se multiplican mientras los canastos vibran porque todas quieren salir a mostrarse y uno ruega que no se escapen y que ninguno de esos hombres que las toman en sus manos se nos acerquen. La estampida es inmediata. Un jugo de naranja recién exprimido y unos dátiles extremadamente dulces logran que el ritmo cardíaco baje, haciendo inevitable reírnos de nosotros mismos.
Con menos público, pero más selecto, un caballero de túnica y turbante corroídos por el tiempo, de ojos enormes, barba plomiza y voz pausada relata antiguas historias en berebere. Los oyentes probablemente vengan de las montañas. En otro grupo, más pequeño aún, cuatro mujeres tatúan con henna los pálidos brazos de los viajeros, versos y arabescos en guardas bellísimas. El sacamuelas espera a sus pacientes sentado en el piso con rudimentarios instrumentos de terror y un cartel con el precio por quitar un diente malo, sin anestesia.
La siguiente escena es más amable son hombres con sombreros de cascabeles cantando; vendedores de frutos secos que manejan varios idiomas nos llaman para ofrecernos delicias en conos de papel, espléndidas telas cuelgan de un palo sobre la espalda de un comerciante ambulante que gambetea los precios como el 10. El escriba en tanto, dispone sus libros en una manta, lee papeles importantes a quien lo pida y según dice hasta puede casar a los enamorados o escribirles cartas. Hélices voladoras y luminosas de 10 centímetros se elevan por la plaza que resguarda la cultura marroquí, aunque su etiqueta dice Taiwan. Los focos en guirnaldas se prenden en los restaurantes que cada noche se improvisan en ese gigantesco playón que alberga todo lo posible. Fuegos que asan verduras, cordero, res, aves, y otros que son utilizados por los lanzallamas para dejarnos petrificados, por unas monedas.
Juegos de adivinanzas en una manta; tambores se acercan con personas de color que ensamblan música de otra parte de África; camellos para la foto; gallinas sueltas que vaya a saber qué hacen por allí; actores que montan sus obras; acróbatas; magos y espadachines, cada uno respetando el negocio del otro. Hay ojos para todos. Y si algo faltaba son los mozos de los comedores desarmables que tientan con sus menúes, no uno, más de 50. Y si nos detenemos un instante, escucharemos todas las voces, las risas, los gritos, la música, las pungi, las ofertas, los descuentos, las promesas, los engaños. Es Jamaa el Fna, la plaza que definitivamente no pertenece a esta dimensión.
Intramuros
Al-Ham’rá, en árabe ciudad roja, la amurallada donde se encuentra la plaza sin dimensión posible, resume el gran patrimonio cultural e inmaterial de la humanidad por la que fue destacada por Unesco. Ubicarse entre sus callejuelas será imposible, por ello siempre hay que preguntar por Jamaa el Fna, para volver a empezar. Y les aseguro que cada salida o entrada será desde un sitio desconocido, como si mágicamente aparecieran o se esfumaran calles y aberturas. El resto, el área de los socos, parece reacomodarse al antojo de un universo bromista.
Ingresar será una aventura. Las calles son entrecortadas, angostas, zigzagueantes, abarrotadas de gente y de objetos a la venta: fanales, alfombras, telas, artesanías de metal, lámparas, maquillajes naturales, enseres, vestimenta, marroquinería, especias, arte en madera, locales de té y todos los etcéteras que se les ocurran. Algunas calles suben y a veces bajan. Hay arcadas que abren escuetos callejones que de repente ingresan en un mercado techado y al momento nos dejan bajo la luz del sol. El caos es su regla. Aquí no hay mapa posible. La única referencia viable son los carteles en lo alto que siempre señalan la dirección de la plaza, como para dar un marco referencial al visitante.
Pero daremos algunos tips: Hacia el Norte, las callejuelas abren paso a los socos. Se trata de los mercados especializados en diversos rubros que se encadenan en forma ininterrumpida. Así el de babuchas -los típicos zapatos sin talón y muy puntudos que usan los marroquíes- el de alfombras o pieles, también hay de túnicas y algunos de ropa, china, claro. Luego, los sectores destinados a los artesanos están delimitados. El de los herreros, por ejemplo, que permite ver cómo a fuerza de combazos se perfora una lámina de metal con dibujos geométricos que más tarde formarán la pantalla de un faro marroquí. Diminutos talleres en el que dos hombres apenas caben sentados en el piso haciendo arte con sus utensilios precarios.
Como en un pase mágico otra vez la zona de bazares genéricos, y ahí nomás, se abre la placita del Soco de las Especias. Pequeña, encantadora y ordenada dentro de su desorden. Mujeres con sus gorros de lana, con petisas esculturas de madera y dromedarios en minúscula talla, se establecen en el espacio mayor, junto a puestos delimitados por sombrillas, ramas de aromáticas, pimientos secos y flores. En mesones, los famosos conos -enormes- de polvos de colores hablan de todo lo necesario para preparar el tajine o el cuscús; son las especias más delicadas. También cuelgan hierbas medicinales, con manojos de la flor de una planta que venden como “escarbadientes” y que se verá en los bolsillos de los locales siempre. Al elevar la vista, pequeñas terracitas resultan los palcos perfectos para comer rico y, con un té de menta, ver pasar la tarde en la medina.
Por momentos caminar se hace imposible, no sólo por el asedio de los ‘vendetodo’ sino por las cientos de motos de baja cilindrada que transitan por las arterias atestadas a velocidades impensadas. El dominio de los conductores dejaría boquiabierto a cualquier romano.
Cuero crudo
Pieles y cueros secándose en una terrosa calle donde las moscas hacen de las suyas. Por aquí no hay comercios, unos vecinos toman su infusión en bancos petisos con el sol calcinante como único testigo. Un portal da ingreso a la curtiembre, allí quien ofició de guía hasta depositarnos en el sitio, desaparece y nos recibe el anfitrión, que antes de comenzar con la explicación de la faena, nos regala sendos ramos de menta fresca para que tengamos cerca de la nariz. El olor es nauseabundo. Se observa una treintena de piletas de hormigón que contienen cueros de ovejas y cabras. Los procesos por los que pasan son similares: agua, cal y estiércol de paloma para despegar los pelos. Hay operarios metidos hasta la cintura en alguno de esos piletones de baboso líquido. Otros están encerrados en oscuras y apretadas habitaciones despegando piel. Algunos perros duermen sobre la materia prima del peletero; otros esperan las sobras. El ambiente se pone espeso como el vaho de putrefacción, y la certeza de estar asistiendo a un maldito circo en el que los trabajos inhumanos son parte de las sorpresas para el turista. Huimos, asqueados. Y a un paso, como una gema en el desierto, un local de hermosas carteras, babuchas, bolsos y maletines de cuero reluciente, de muchos colores, nos deja mudos en la vidriera…