El aeropuerto de la isla se mueve rápido. Las personas que llegan en los vuelos del día, se esfuman en los transfers y taxis a disposición. La costumbre de los hoteles es buscar a los huéspedes porque, básicamente, no se ubicarían ni con el oráculo en las callecitas que olvidan toda regla de urbanismo. Estuvimos más de una hora aguardando ver mi nombre, y por el contrario asistimos a las bienvenidas ajenas. Esperé un tiempo prudencial antes de llamar al hotel, una botella de agua y una coca.
-Buenos días, mi nombre es Tania Abraham, tengo reservación en su hotel y habíamos pactado que vinieran a buscarnos al aeropuerto.
-¿Señora usted se encuentra bien?
-Si, muy bien…
-Usted debía arribar ayer, intentamos comunicarnos…
-¿Ayer?
-Si señora.
Les cuento a mis compañeros que llegamos un día tarde, mientras buscaban la carpeta de reservas en los celu, mi única pregunta fue: – Usted conserva mi reserva o tengo que buscar hotel?
-Señora usted abonó la estadía, sus dos habitaciones la esperan, ya salió una van a buscarlos, en 20 minutos estará allí.
Lo que siguió fue risas y más risas, perdimos una noche en Santorini, y la pagamos. La consigna fue, eso mismo, ‘fue’. Nada de lamentaciones, hay que sacarle el tuétano a esta isla.
Camino a Fira, la capital, el paisaje árido se apodera de todo, quizá en alguna curva un poco del azul profundo del agua, y un detalle fascinante: las vides se arrastran como arbustos indefensos ante los vientos furiosos que llegan del mar, crecen en campos de apariencia abandonados, luego dan sus frutos y un generoso vino que marida a la perfección con los paisajes contrastantes del territorio griego. Más tarde le haremos honor en copas que chocarán por la buena fortuna, por vivir.
En una calle empedrada, rodeada de bares y restaurantes con sombrillas, negocios especialmente para el viajero, descendemos. El hotel se encuentra erigido en un sitio al que no llegan coches, sólo transporte de burros para las valijas. Es entonces cuando las mil fotos de casas blancas con puertas y verjas azules, cuando las cúpulas recortadas en baraja de cal y piedra sobre el Egeo, se hacen presente.
Desandaremos varios días este camino, que no se mueve del que muestran las postales. Santorini tiene la particularidad de estar literalmente, en un volcán. Por la parte occidental se observa un abrupto acantilado de varios kilómetros que forman una bahía, en verdad son las paredes del titán de fuego que vomitó intensamente hacia 1650 AC . Acantilados de rojo y negro, de hasta 350 metros de altura. En ese entonces el área central de la ínsula se hundió en la caldera sobre la que el mar avanzó, dejando la topografía sobre la que caminamos, las fauces anegadas sobre la que los barcos pesqueros y cruceros hacen gala de navegar.
El centro de Fira sigue las reglas de cada poblado por aquí, de casitas pequeñas, blancas, piedras, y muchas plantas. Vidrieras con todos los detalles y gente amable que muy bien sabe esto de comerciar. Erigido bien en lo alto, se desperdiga hacia abajo con mucha delicadeza, la fascinación por su alocada morfología tienta a caminar por las calles más insólitas, hallando también cosas insospechadas. Cómo un restaurante de 4 mesas con una amable señora que es la cocinera y la mesera. Nos ofrece un vino “nigleri” o nikteri, cuando aún estamos parados. Sus redondas copas, pequeñas en las regordetas manos de la mujer, son perfectas para tomar un descanso. Fava, aceitunas, pepinos, tomates, queso feta, pan pita, aceite de oliva y unas albóndigas de carne sobre láminas de berenjenas fritas es lo que la anfitriona nos sirve sin preguntar nada. La botella del vino que abrió para convocarnos y un gesto con la cabeza que indica: pueden comenzar. Esa primera experiencia gastronómica podría ser la única y sería perfecta.
Antes de que el atardecer se presente la gente sube las calles en procesión autoconvocada. Es que los ocasos por aquí tienen la fama de ser únicos. Nos unimos dándonos tiempo para comprar alguna cerámica local, unos aros y anillos de plata, y pulseras de nacar. Acomodados como podemos en terrazas y miradores, esperamos el espectáculo. Las acuarelas se despliegan en el cielo mientras Febo sucumbe en el mar.
Un puerto, mil escalones
El puerto viejo, que se ubica a orillas del cráter, es uno de los grandes llamadores de turistas. La belleza del paisaje cuando se encara la infinita bajada, muy empinada, de escalones altos, pero amplios, es la que lleva a seguir. Muchos descansan en los miradores fingiendo la foto, otros desisten y aceptan descender en burro, esos que los locales ofrecen en cada sector álgido. Pero claro sabemos que bajar es complejo, subir, será una epopeya, pensamos. Lo cierto es que la experiencia en cada momento vale la pena, porque hay complicidades, risas y comida de lujo nos esperan. Una vez que accedimos a lo más bajo un pequeño muelle del que los turistas se lanzan al mar, una cadena de restaurantes tallados sobre la roca, con espacio mínimo para mesitas de manteles blanco y azul, pero con una variedad de pescados y mariscos que hace que se olvide la escalera. Vamos por pulpo asado, mejillones en salsa y camarones en ensalada, un vino blanco bien fresco, la caldera de agua a menos de un metro, nada más que hacer.
La subida cuesta, pero no es para tanto, cuántas veces se desciende sobre un cráter inundado de mar.
Si de payas se trata hay varias, escarpadas y escondidas, otras más concurridas como Perissa, Kamarí, ambas con muchos servicios para deleitarse dentro y fuera del agua. Lo ideal es tomar buses a diversos puntos de la isla para llegar a pie a las arenas, la mayoría rocosa, incluso hay paseos al volcán, donde el agua turquesa por el azufre es otra atracción.El museo arqueológico, las iglesias ortodoxas, las escapadas en embarcaciones son muy recomendables, como visitar las bodegas y probar todas las cepas.
Oia, el mejor atardecer del mundo
Esta pequeña localidad isleña tiene la fama de atesorar el mejor atardecer del planeta. Hoteles de lujo enclavados en piedras, cientos de casitas atiborradas en la cumbre, bares escondidos, restaurantes en terrazas con vistas únicas, hostels con mucha onda y una vida que parece transcurrir equilibrada entre locales y viajeros. Resulta extraño, o más bien envidiable que existan habitantes de 365 días. Ola es tan blanca que encandila a las 17 y se torna dorada entrada las 18, para definitivamente parecer un mapping del sol, el cielo y el reflejo del mar a las 19. Lo sensacional es que todos los que llegamos hasta allí para despedir al astro, estamos tan contentos que somos capaces de detenernos en ese instante mágico para atrevernos a ser felices…