A Susana Balbo no le fue nada fácil llegar a ser lo que es hoy. A pesar de tener el título de la primera mujer enóloga de argentina, su camino fue bastante complicado. Eran otros tiempos, otra sociedad, otros mandatos a los que ella hizo frente luchando con tenacidad y convicción. Nacida en Mendoza en una familia dedicada a la industria textil, su verdadera vocación era la física nuclear: “es lo que quería estudiar pero mis padres no me lo permitieron. Cuando ingresé a la universidad fue el golpe de estado en Argentina y los militares tomaron el manejo del Gobierno. La carrera del Instituto Balseiro estaba bajo la dirección y el ejido de la Armada. Tampoco me permitían ir a estudiar fuera de Mendoza y existían pocas carreras en esa época, sólo: Medicina, Contaduría, Abogacía, Ingeniería Civil, e Ingeniería Química que también me hubiese gustado como una alternativa. Creo que llegué a estudiar Enología un poco por descarte y con la intención o el sueño de hacer el nivel básico de la universidad para luego moverme al Instituto Balseiro y estudiar lo que quería. Pero mis padres tenían mucho miedo y obviamente no me lo permitieron. Sin embargo, hoy se los debo agradecer”, recuerda con nostalgia Susana.
Su camino continúo cuesta arriba y apareció una figura clave en su vida, el Padre Oreglia (Decano en Don Bosco). Susana cuenta una historia poco conocida: “Me eduqué en un colegio de monjas y tuve un enfrentamiento con ellas por algunas dificultades que había en el colegio y me ponían ausente cuando iba porque me querían dejar libre (siendo la abanderada) para hacerme perder el año y no poder ingresar en la universidad. De hecho, no me dieron el título a tiempo para inscribirme en Don Bosco. Fui hasta la Facultad y le expliqué al Padre Oreglia el problema que había tenido y me dijo: mientras que cuando vayas a rendir tu primera materia tengas tu título, para mí está bien. Hasta el obispo de Mendoza fue a hablar con el Padre para que no me aceptara. Finalmente a los meses tuve mi título secundario, que además lo tuvimos que pelear legalmente…me hicieron de todo”.
¿Qué significó haber podido estudiar enología pese a todas las trabas que intentaron ponerle?
Lo que me ha dado esta profesión es una calidad de vida fantástica. Hacés amigos por todo el mundo, hablas un idioma en común y normalmente es mucho más relajado que la Física Nuclear (risas).
¿Cuál fue tu primera experiencia laboral y cómo te recibieron?
Había mucha resistencia a tener la mujer dentro de una bodega. Lo único que me ofrecían era trabajar en un laboratorio y ya sabía que no me gustaba. Disfrutaba mucho más cuando con mi amigo Pepe Gómez, que era el jefe de enología, trabajábamos en los vinos, hacíamos clarificaciones y recorríamos los viñedos. Por eso me costó mucho. Primero apunté a tratar de conseguir un trabajo en Mendoza. En Giol estaban buscando enólogo, pero el directorio se opuso cuando vieron que era una mujer quien se postulaba. Esto más allá de que me había graduado en la universidad con medalla de oro y honores.
¿En ese momento aparece la propuesta para irse a trabajar a Cafayate?
Apareció un aviso pidiendo enólogo para una bodega en Salta y respondimos 87 profesionales. Fui quedando durante el proceso de elección. Me dieron la primera oportunidad y me fui. Pero aquí también fue importante el Padre Oreglia. Lo consulté sobre esa decisión y me dio un consejo muy sabio. Él me dijo que en una bodega grande el talento se diluye. Que los méritos que pudiera tener probablemente iban a ser atribuidos a otras personas por los prejuicios que había hacia las mujeres. En cambio, me explicaba que en una bodega chica iba a tener la oportunidad de demostrar mi talento. Y fue el mejor consejo que me dieron en mi vida. Ojalá viviera para ver todo lo que logré porque habría sentido mucho orgullo. Oreglia me apoyó mucho para que entrara a la universidad, tenía otra cabeza para la época.
¿Allí nace lo de “La Reina del Torrontés”?
Estaba acostumbrada a los vinos tintos, no bebía vinos blancos en esa época. Sin embargo, cuando me recibí el consumo en Argentina era el 80% blancos y 20% de tintos. Justamente un vino blanco es el que hizo destacarme. Tuve que adaptar mi paladar y mi olfato a desarrollar el torrontés que era la variedad que tenía 75% del viñedo con que me tocó trabajar. En Cafayate viví 10 años y siempre digo que fue mi segunda universidad. Cursé la universidad de la vida en Cafayate, porque es un pueblo precioso pero muy aislado. Imagínate 40 años atrás. La luz era con un motor a gasoil. Se apagaba a las 10 de la noche y se volvía a encender a las 5 de la mañana. Ahí aprendí muchas cosas que nunca me imaginé. Como por ejemplo a reparar las bombas de la bodega o a reparar mi auto. Aprendí a ser muy autosuficiente. Cafayate me enseñó a que no debemos ahogarnos en un vaso de agua y que siempre la vida nos presenta desafíos para los cuales estamos preparados.
Es parte fundamental del crecimiento y evolución de la industria vitivinícola argentina de los últimos 30 años, ¿Cómo vive ese camino?
En los últimos 30 años he tenido el privilegio, junto con Mariano Di Paola y Pepe Galante entre otros, de ser los protagonistas del gran cambio de la vitivinicultura argentina. Creo que hicimos un proceso muy acelerado de incorporación de tecnología y de conocimiento de lo que estaba pasando en el mundo. Teníamos un consumo interno muy alto, pero la necesidad de reinventar la enología y la industria vitivinícola nos impulsó a salir a buscar conocimiento afuera. Nos dimos cuenta de que estaban pasando muchas cosas que acá no pasaban. Había equipamientos que no teníamos y que era esencial adquirir. Había un manejo de canopia y un manejo de viñedos que desconocíamos. Nosotros estábamos una o dos décadas atrás y ese proceso lo hicimos muy rápido. En los últimos 30 años se dio la gran revolución de Argentina.
¿Cómo era el vino argentino cuando empezó y como es ahora?
Hacíamos vinos que eran pura tecnología en bodega. Si la calidad de la uva no era buena la mejorábamos con química, con cortes, con madera y en algunos casos con más madera o un poco de azúcar residual. Eran vinos puramente enológicos. Pero gracias a Dios que descubrimos la importancia del terruño y la importancia e influencia de los suelos. Hoy nuestra enología y nuestra capacidad de producir vinos pasa por respetar lo que obtuvimos en el viñedo. Si no tenemos buenas uvas, no hacemos buenos vinos porque ya no usamos tanta cosmética. Hoy nuestros vinos son muy honestos, muy puros, una expresión acabada de lo que es Mendoza, San Juan, Salta, La Rioja, Neuquén o Chubut. Lo que cada terruño puede expresar en particular. Y estamos yendo hacia los vinos de parcela con una vitivinicultura muy refinada, muy genuina y muy transparente. Eso me encanta.
¿Y en cuanto a la enología argentina, como ve su evolución?
Hay una generación nueva de enólogos y enólogas maravillosa. Son muy preparados y tienen mucha creatividad. No crecieron conociendo o trabajando en estilos más antiguos. Creo que mientras más conocemos, más nos damos cuenta de lo poco que sabemos y del enorme potencial que tenemos. Argentina tiene la vitivinicultura de clima continental más importante del mundo y se desarrolla en altura, en montaña, de clima semidesértico con distintas exposiciones. Creo que tenemos mucho por aprender, por explorar y por investigar. Estamos en pañales, como un bebé recién nacido.
¿Los consumidores también son parte del cambio?
Por supuesto. Hoy tenemos la generación X, la Generación Z y Millennials a los que les gustan los vinos frescos, frutados, honestos y transparentes. Vinos que muestran el terroir. Es el mismo estilo que le gusta a Inglaterra. Fuimos evolucionando cómo evolucionó el mercado. No podemos aferrarnos a algo que pasó a ser antiguo. Tenemos que tener la capacidad de reinventarnos y reinventar nuestros productos para poder tener vigencia y liderar en un mercado haciendo los cambios antes que los hagan los demás. Nosotros, por ejemplo, fuimos los primeros en hacer un rosado, (creación de mi hijo José Lovaglio), cuando nadie lo hacía en Argentina. De eso se trata, de seguir las tendencias en el mundo. En esto me ayudaron mucho mis hijos cuando ingresaron a la empresa.
-La última, está semana fue distinguida como parte del “Decanter Hall of Fame 2024”, ¿Qué significa para usted esta enorme distinción?
El hecho de recibir este distinguido reconocimiento, del que estoy muy orgullosa, me ha llevado a pensar profundamente en cómo expresar los sentimientos que me genera. No es menor mi gratitud a los momentos históricos de la vitivinicultura que me han llevado a recibir este distinguido reconocimiento. A mi trabajo incansable, mi capacidad de resiliencia y mi capacidad de formar equipos. Equipos que me han acompañado durante todos estos años y sin los cuales no estaría hoy en el lugar que la vida me puso. Además, quiero expresar que este logro es compartido con ellos. Y especialmente con mis dos hijos quienes me han acompañado, codo a codo, en los últimos 12 años. Estoy profundamente agradecida a ellos. Estoy segura de que juntos, estamos dejando un legado para el futuro de mis nietos. Por esto y muchas razones más, que ocuparían mucho espacio, es que el sentimiento más potente que me genera este reconocimiento es una profunda gratitud.