El roble, americano y francés, es un gran aliado del vino desde hace siglos. Siempre ligado a su elaboración, cuando el acero ni existía. Contenedor exclusivo para su transporte durante muchos años, fue a mediados del Siglo XX cuando empezó a tomar protagonismo en la crianza, y así en el sabor de los vinos. Pero hay algo mucho más importante en el roble que sus aportes ahumados provenientes del nivel de tostado interno de las duelas (maderas que conforman las barricas y toneles); sus texturas.

Porque la madera también aporta taninos, y la micro oxigenación que se produce dentro de ella durante la crianza, ayuda a polimerizarlos y así sentir el vino más sedoso por mucho más tiempo. Es por ello que los grandes vinos del mundo pasan por barricas de roble, para ganar en longevidad. El roble americano es más económico, de poros más abiertos y duelas aserradas. Esto hace que el vino respire más y la transferencia de sabores sea más evidente. Mientras que el francés es más artesanal y con poros muy finos. En estas barricas se fermentan blancos, para darles más estructura bastoneando las lías (levaduras muertas) durante la crianza en busca de mayor cuerpo y untuosidad. Hoy, también se fermentan tintos con uvas enteras. Estas micro vinificaciones, muy de moda, provocan una extracción mucho más sutil y profunda de la madera, aportando a la estabilidad del color más allá de la textura y longevidad. Su sabor característico y reconocible lo obligaron a multiplicarse en sus formas para poder aparecer en las etiquetas como diferencial: barricas usadas, duelas, chips, polvo, etc. El roble en el vino no tiene nada de malo, siempre y cuando no sea el protagonista, por más que sea un sabor muy reconocible y apreciado por muchos consumidores. En los vinos de alta gama, donde el terruño y el estilo de la bodega mandan, debe acompañar cada trago en silencio. En los Reserva, es aceptable sentir sus matices ahumados, especiados o avainillados, además del carácter frutal del vino, y su aporte “suavizante” de las texturas. Mientras en las líneas más económicas, muchas veces se busca tapar cosas con el sabor a roble, generando a su vez una textura levemente áspera. Es decir que a los vinos que se consumen más seguido, mejor disfrutarlos sin roble. A los Reserva exigirles más carácter en sus expresiones y aceptarles que la crianza sea co-protagonista. Mientras que, en los vinos más exclusivos, esos reservados para ocasiones especiales, las sensaciones que aporte el roble deben ser de texturas y no tanto de sabores recordando que la su aporte es fundamental para el potencial de guarda y el desarrollo de la complejidad con el correr de los años. Al menos eso es lo que demuestran los mejores vinos del mundo.